Cuando
vi a esa muchacha cruzar la calle justo delante de mí no pude menos que
pasmarme con su pura, absoluta, indiscutible e infinita belleza y, sin pensarlo
dos veces, frené en seco en la esquina, salí del carro lo más aprisa que pude y
la seguí en busca de la menor oportunidad.
El carro, el trabajo, el horario de
oficina se fueron al diablo. Lo único en mi mente era ella. Sabía que tenía que
ser ella. No tardé mucho en alcanzarla. El saludo de siempre bastó; con la
suficiente efusividad como para engañarla tanto a ella como a cualquier posible
observador y, lo más importante, darme los escasos segundos que necesitaba. Un
leve toque en el cuello: una caricia de amistad para cualquiera, la
inconsciencia para ella, la victoria para mí.
Con
el tiempo me he convertido en una experta en esto. Total, nadie sospecha de mis
rápidos reflejos para sostenerla antes de que caiga ni de la expresión de
desamparo que ostento una vez ha caído.
Ya
no utilizo venenos. He aprendido, de una amarga experiencia, que no suelen
surtir los efectos deseados. Aún así, y a pesar de mí misma, me niego a
estropear la angelical belleza de mis víctimas. Y si no, ¿para qué está la
tecnología? Tampoco uso disfraces. La actuación requiere demasiado esfuerzo. Así
como encontré el nervio exacto para producir la inconsciencia, también encontré
uno que produce la muerte. Un par de electrodos con suficiente voltaje, y ya
está.
Ahora
estoy de pie frente a su tumba con una rosa blanca en la mano. No puedo evitar
ser una romántica y hacer este sencillo homenaje a su marchita belleza. Y a su
mortalidad. Porque estoy condenada a vivir por siempre y a despertar agitada a
media noche y correr hacia mi espejo para escucharlo decir una vez más: “Tú
eres ahora la más bella”.