domingo, 4 de noviembre de 2012

De esas cosas que uno se acuerda

No levantaba mucho la mirada. no porque encontrara una extraña fascinación en los cuadros de mi uniforme, o llevara un cordón desatado, sino por el reto que representaba el caminar de la mano de mi madre entre el mar de piernas que era la Avenida Oriental un viernes en la tarde.

La pastelería quedaba al lado del banco. Allí, entre las fragancias a pastel de queso, milhojas y arequipe esperábamos el bus de regreso a casa,bajo la grave advertencia materna de no acercarme a las púas que adornaban la ventana del banco, sucias y filosas.

Sin alzar la mirada del suelo, apoyé las manos en el muro, impulsándome para sentarme en él. Sin embargo, justo cuando ya alcanzaba, un tirón en brazo me anunció la llegada del bus. Pasé bajo la registradora, como de costumbre, y cuando alcé la vista me crucé con la expresión aterrorizada de una señora, la mirada fija en la camisa blanca de mi uniforme.

Me había equivocado de ventana, las largas púas del banco habían roto mi piel y ahora tenía que decirle a mi madre que había arruinado otra camisa.