viernes, 23 de agosto de 2013

Blanca como la nieve...

Cuando vi a esa muchacha cruzar la calle justo delante de mí no pude menos que pasmarme con su pura, absoluta, indiscutible e infinita belleza y, sin pensarlo dos veces, frené en seco en la esquina, salí del carro lo más aprisa que pude y la seguí en busca de la menor oportunidad.

El carro, el trabajo, el horario de oficina se fueron al diablo. Lo único en mi mente era ella. Sabía que tenía que ser ella. No tardé mucho en alcanzarla. El saludo de siempre bastó; con la suficiente efusividad como para engañarla tanto a ella como a cualquier posible observador y, lo más importante, darme los escasos segundos que necesitaba. Un leve toque en el cuello: una caricia de amistad para cualquiera, la inconsciencia para ella, la victoria para mí.

Con el tiempo me he convertido en una experta en esto. Total, nadie sospecha de mis rápidos reflejos para sostenerla antes de que caiga ni de la expresión de desamparo que ostento una vez ha caído.

Ya no utilizo venenos. He aprendido, de una amarga experiencia, que no suelen surtir los efectos deseados. Aún así, y a pesar de mí misma, me niego a estropear la angelical belleza de mis víctimas. Y si no, ¿para qué está la tecnología? Tampoco uso disfraces. La actuación requiere demasiado esfuerzo. Así como encontré el nervio exacto para producir la inconsciencia, también encontré uno que produce la muerte. Un par de electrodos con suficiente voltaje, y ya está.


Ahora estoy de pie frente a su tumba con una rosa blanca en la mano. No puedo evitar ser una romántica y hacer este sencillo homenaje a su marchita belleza. Y a su mortalidad. Porque estoy condenada a vivir por siempre y a despertar agitada a media noche y correr hacia mi espejo para escucharlo decir una vez más: “Tú eres ahora la más bella”.